El capital social de profesionales y de organizaciones educativas

Jordi Díaz-Gibson y Mireia Civís, coordinadores de NetEduProject

En pleno siglo XXI, constatamos como en materia educativa se está haciendo un esfuerzo para pasar de modelos organizativos basados ​​en el mando y el control jerárquico a formas organizativas más planas y conectadas en red (Daly, 2010). Este hecho sugiere una serie de transiciones que van de la independencia a la interdependencia; del liderazgo centralizado a la distribución del liderazgo; de las responsabilidades a la corresponsabilidad; de especialistas a generalistas multidisciplinares, y del dogma al diálogo. Así, entendemos que el cambio es en esencia un asunto de ‘ecosistemas’ en el que, si bien es importante reformar los centros educativos concretos u otras organizaciones socioeducativas, es esencial reconocer que estos centros están ubicados en el contexto de un barrio o una comunidad más amplios y que, al mismo tiempo, este ecosistema social más amplio también tiene una función relevante en la educación.

Una mirada sistémica sobre la educación y la generación de conocimiento entiende que este es un proceso inmerso socioculturalmente, conducido a través de personas y entre personas que residen en redes sociales. Si ponemos la mirada más en las conexiones entre los actores que en sus recursos individuales, nos acercamos al concepto de capital social. Son varios los autores que han escrito sobre el capital social, cada uno aportando puntos de vista diferenciados sobre este constructo (véase Bourdieu, 1986; Burt, 1992; Coleman, 1988; Lin, 2001, y Putnam, 1993). Lin (2001, p.24) señala que el denominador común entre todas estas aproximaciones sobre el capital social se puede concretar en la siguiente definición: «El capital social son aquellos recursos insertados en las relaciones y la estructura social, que puedan movilizarse cuando un actor quiere aumentar su probabilidad de éxito ante una acción intencionada». Así, la estructura y circulación de los recursos de las redes puede generar capital social y este puede producir beneficios tanto públicos como privados (García-Valdecasas, 2011).

El capital social es una inversión en las relaciones sociales de un sistema a través del cual se puede acceder a los recursos de otras personas. Esto diferencia el capital social del capital humano, que se refiere a las inversiones en la formación y desarrollo individual de las personas; o el capital físico, que se basa en las infraestructuras y los equipamientos (Bourdieu, 1986; Coleman, 1988). Así, los actores deben ser conscientes de los activos en su red y dirigir su acción a través de los lazos sociales para acceder a estos recursos. Por lo tanto, la calidad de los vínculos entre los individuos o las organizaciones de un sistema social es la que crea una estructura que determina, en última instancia, las oportunidades para las transacciones de capital social y el acceso a los recursos (Burt, 1992; Coleman, 1988, 1990; Putnam, 1993). El capital social no son las redes, pero sin redes no hay capital social (García-Valdecasas, 2011). Así, lo que hace que la red genere capital social, del tipo que sea, será la habilidad y las aptitudes de sus actores de movilizar o utilizar los recursos (Lee, 2010).

Las redes se identifican típicamente por el contenido que se intercambia entre los actores o los flujos a través de los lazos sociales —ideas y conocimientos, materiales educativos, apoyo emocional, entre otros—, y los vínculos forman una estructura de relaciones determinada (Scott, 2000). La red o ecosistema tiene identidad propia, la cual está configurada por los actores y las instituciones que forman parte de ella. En este sentido, el capital social sugiere la necesidad de comprender mejor los ecosistemas de relaciones que pueden facilitar o inhibir el intercambio de recursos a nivel educativo, como la información, el conocimiento o la innovación. Este intercambio es fundamental tanto para el desarrollo profesional como para la efectividad de las organizaciones educativas.

Consecuentemente, una de las principales aproximaciones al estudio del capital social en educación se ha hecho a través del análisis de redes sociales. Mientras que la teoría de las redes sociales está bien establecida en los campos de la sociología, la antropología y la gestión de empresa, no ocurre lo mismo en el ámbito educativo. Sin embargo, constatamos como últimamente el análisis de redes está ganando impulso en la educación (Daly, 2010) gracias a la capacidad del network thinking —pensamiento en red— para describir la complejidad de los fenómenos sociales y educativos. Así, al igual que sucede en otros campos, los estudios se han centrado fundamentalmente en analizar cómo la constelación de relaciones que tienen lugar en las estructuras sociales pueden facilitar o constreñir el flujo de recursos relacionales —entendidos como actitudes, creencias, información y conocimientos, entre otros—, así como ayudar a comprender cómo los individuos acceden a estos recursos, cómo son influidos y cómo los utilizan (Daly, Del Fresno y Yi-Hwa, 2014). Por lo tanto, la adopción de una perspectiva de red social en el cambio educativo implica esencialmente el reconocimiento de la interdependencia de individuos y organizaciones dentro de un ecosistema social.

Este análisis plantea un enfoque relativamente nuevo en la investigación educativa y permite a los educadores evaluar las relaciones informales o los lazos que existen en sus organizaciones. El análisis de ecosistemas educativos en tanto que redes sociales se presenta como una herramienta para explorar cómo la información fluye a través del ecosistema, cómo son compartidos los conocimientos especializados, cómo se comparten objetivos a través de acciones conjuntas y cómo las relaciones entre alumnos/as, maestros/as, directivos/as u otros profesionales pueden facilitar o impedir el logro de los propósitos del ecosistema. Por lo tanto, este análisis nos puede ayudar a comprender mejor la naturaleza colaborativa de las organizaciones educativas y las mejoras que estas aportan al ecosistema educativo.

De organizaciones educativas a ecosistemas educativos

Jordi Díaz-Gibson y Mireia Civís, coordinadores de NetEduProject

Las organizaciones educativas y sus profesionales cada vez ven más evidente la necesidad de conectarse con otros actores educativos del barrio o la comunidad para mejorar la acción educativa. En la última década se evidencia un aumento de estrategias colaborativas entre actores educativos de un mismo territorio, que tejen proyectos educativos colaborativos cuyo centro de acción son los mismos niños/as, jóvenes y familias. Estas iniciativas se fundamentan en el hecho de que la sistematización de esas relaciones sociales, la articulación formal y la colaboración sostenida entre las organizaciones educativas establecen las bases de la mejora educativa. De ahí nace el concepto fundamentador de NetEduProject: los ecosistemes educativos.

Un ecosistema educativo es el conjunto de relaciones sociales existente entre los actores de una organización educativa, barrio o comunidad. La idea de ecosistema sostiene que para el enriquecimiento y la potenciación de la acción educativa es necesaria la conexión y la colaboración entre los actores educativos y sociales. Estas interconexiones incluyen interdependencias internas —entre profesionales dentro de una organización— y externas —entre organizaciones en la comunidad, tales como escuelas, entidades extraescolares, asociaciones, servicios sociales, familias, universidades, empresas, etc.—, y tienen como resultado el establecimiento de sinergias, la construcción compartida de conocimiento y la consecución de objetivos compartidos. Es la lógica de la acción educativa en la ‘sociedad red’ para responder a los retos de la educación en el siglo XXI.

En los últimos veinticinco años hemos vivido la emergencia y la consolidación de experiencias que parten de esta idea de ecosistema. El incremento de las relaciones sociales entre los actores educativos de una comunidad se ha convertido en una estrategia muy presente en el contexto nacional e internacional, para dar respuesta a los retos educativos del presente, unos retos compartidos y complejos que requieren la acción conjunta de los actores implicados. Así pues, estas iniciativas han aparecido en varios programas educativos de barrio, proyectos educativos de zona, redes educativas locales, planes educativos de entorno, partenariados educativos comunitarios, zonas de acción educativa, asociaciones educativas vecinales, áreas de educación preferente o proyectos de educación360, entre los más comunes. En síntesis, entendemos que estas iniciativas tienen presentes sus ecosistemas educativos como motor de crecimiento en tanto que comparten una fundamentación en la corresponsabilidad educativa y social, la proximidad comunitaria y la colaboración interdisciplinaria.

Si bien las organizaciones educativas se centran en el alcance de unos objetivos concretos, los ecosistemas educativos se identifican tanto por sus objetivos educativos perseguidos, como por el contenido que se intercambia entre los actores a través de los lazos sociales —ideas y conocimientos, materiales educativos, apoyo emocional, entre otros—, donde los vínculos forman una estructura de relaciones determinada (Scott, 2000). Así, estos ecosistemas están constituidos por todos los activos educativos de una comunidad, es decir, los profesionales y otros miembros de las organizaciones que trabajan para alcanzar objetivos educativos compartidos en una comunidad determinada.

Por tanto, se hace referencia al proceso cualitativo de transformación tanto de una organización como de una comunidad en ecosistemas educativos basados en la colaboración y la innovación. A su vez, estos ecosistemas requieren la creación de una nueva manera de trabajar conjuntamente sobre una base de confianza, proporcionando un nuevo know how basado en la discusión interdisciplinaria y la colaboración entre los profesionales educativos y sociales de la comunidad (Díaz-Gibson y Civís, 2014).

Hoy por hoy, podemos decir que existen proyectos educativos comunitarios que plantean su acción desde una lógica de ecosistemas educativos que están mejorando la educación en España y en el mundo. Específicamente, investigadores norteamericanos, europeos y australianos han evidenciado resultados significativos alcanzados por estas iniciativas, como son la mejora del éxito escolar (Carpenter, et al. 2010; Renée y McAllister, 2011), la mejora de la capacidad de innovación (Sorensen y Torfing, 2010; Miller y Jaeger, 2011), o la optimización de recursos socioeducativos en el ámbito comunitario, así como el incremento de la eficiencia organizativa (Keast y Brown, 2002; Díaz-Gibson, et al. 2010; Díaz-Gibson, et al. 2016; Almirall et al. 2012).