Jordi Díaz-Gibson. Coordinador de NetEduProject
La innovación se ha convertido en un requerimiento esencial para cualquier organización en pleno siglo XXI, ya sea en el ámbito tecnológico, empresarial, económico, sanitario y social como en educación. Los cambios que se suceden en todos estos ámbitos y la velocidad a la que lo hacen requieren la capacidad de respuesta rápida, flexible y adaptativa que proporciona la innovación. A su vez,
la innovación y el cambio representan variaciones y progresiones que impactan en las personas y en las organizaciones; a menudo, vienen acompañados de modificaciones conceptuales, procedimentales y culturales, un hecho que desafía nuestra zona de confort y provoca resistencias al cambio que se evidencian como un miedo natural a perder aquello estable, conocido y conservado (Carbonell, 2006; Sorensen y Torfing, 2010).
La innovación se entiende como un proceso dinámico mediante el cual se definen los retos y los problemas de actuación, se desarrollan ideas nuevas y creativas, y se seleccionan e implementan nuevas propuestas (Sorensen y Torfing, 2010). Cabe destacar que en la definición de los retos hay un componente reflexivo y de relación teoría-práctica que alimenta las bases de los nuevos planteamientos. A su vez, según Carbonell (2006), la innovación educativa comporta una serie de intervenciones, decisiones y procesos, con un cierto grado de intencionalidad y sistematización, que tratan de modificar actitudes, ideas, culturas, contenidos, modelos y prácticas pedagógicas y, a la vez persiguen introducir, en una línea renovadora, nuevos proyectos y programas, materiales curriculares, estrategias de enseñanza-aprendizaje, modelos didácticos y otra manera de organizar y gestionar el currículum, el centro y la dinámica del aula.
Por lo tanto,
cuando hablamos de innovación nos estamos refiriendo esencialmente a procesos que, en última instancia, provocan cambios cualitativos en tanto que se rompe con las situaciones estables y convencionales. Estos procesos son orgánicos y complejos, presentan muchos altibajos a lo largo del camino y requieren tiempo y espacios de reflexión (Torfing y Díaz-Gibson, 2016). A la vez,
la innovación, como el cambio final deseado, no se presenta siempre como una invención totalmente diferente a aquello existente —lo que sería una innovación disruptiva—, sino que también puede implicar la identificación, la traducción y el ajuste de nuevas ideas y soluciones de otros contextos, experiencias u organizaciones próximas —definida como innovación incremental (Ping Li, 2012). Por lo tanto, es el contexto en el que se implementa la innovación lo que determina si las propuestas finales son nuevas e innovadoras (Roberts y King, 1996).
Así, es en los procesos que nos conducen a nuevas propuestas donde se centra la innovación. Estos procesos de innovación requieren la activación de profesionales emprendedores que articulen los problemas, las oportunidades y las posibles soluciones, y que al mismo tiempo sean capaces de movilizar recursos materiales e inmateriales, explotando las posibles oportunidades.
En las últimas décadas se ha producido un cambio de tendencia en cuanto a la aproximación sobre la innovación en el ámbito social. Se ha pasado de la promoción de una figura individual del ‘innovador o emprendedor’ a la promoción de los ‘ecosistemas de innovación’ en lo que denominamos coinnovación o innovación colaborativa (Eggers y Singh, 2009).
Un intercambio constructivo entre los distintos tipos de actores ayuda a identificar los problemas y definir los retos de manera que se contemple la complejidad (Bommert, 2010).
La interacción colaborativa facilita la circulación basada en la confianza y la discusión de ideas nuevas y creativas, y garantiza tanto una amplia evaluación de los posibles riesgos y beneficios de las soluciones como la selección de los más prometedores (Torfing y Díaz-Gibson, 2016). En síntesis, esta aproximación parte de la idea de que la colaboración se convierte en un potencial fundamental en todo el proceso de innovación, en tanto que aporta visiones y planteamientos diversos que al interactuar enriquecen el proceso. Así, se entiende que
la diversidad de actores puede contribuir valiosamente a la innovación educativa y social, y por lo tanto, se plantea que la innovación puede mejorar aún más al reunir a distintos actores educativos, sociales y políticos en procesos de colaboración (Sorensen y Torfing, 2011).
De este modo, si entendemos que mejorar la colaboración entre los profesionales de una organización o de una comunidad educativa puede promover la innovación educativa, se vuelve crucial conocer y explorar diferentes estrategias de colaboración.
En NetEduProject, las estrategias de colaboración y de innovación son necesarias para mejorar el rendimiento de los ecosistemas educativos. Estos ecosistemas se construyen cuando las partes interesadas comparten sus conocimientos, información, experiencias, ideas y recursos para generar resultados innovadores que sean relevantes para ellos mismos (Sorensen y Torfing, 2011). A su vez, estos autores también subrayan que los procesos colaborativos e interdisciplinarios implican una gestión y un liderazgo constructivo desde la diversidad.
En conclusión, la aportación clave de la innovación colaborativa en el sector educativo es que
la colaboración de múltiples actores de la comunidad pone en juego a todos los activos de innovación relevantes en términos de conocimiento, creatividad, iniciativa, recursos, capacidades transformadoras y autoridad política. Así pues, el liderazgo educativo ha de trabajar para el desarrollo de ecosistemas innovadores, potenciando la colaboración dentro de una organización y a través de la comunidad.